viernes, 18 de octubre de 2013

SAN FRANCISCO






Las ciudades norteamericanas las tenemos muy vistas, en tantas series y películas. Tal vez por eso mucha gente sueña con conocerlas, lo cual no suele ser mi caso. Yo puedo identificar a San Francisco con Steve McQueen en Bullitt, o con Clint Eastwood en Escape from Alcatraz, pero hasta que no estuve allí, creía que Twin Peaks era una serie, que por cierto nada tiene que ver con Twin Peaks, un lugar al que el GPS no se dignó a llevarme, y  que es necesario visitar, con o sin GPS, para ver la ciudad completa desde sus colinas mellizas. Desde aquí se establece cómo es la ciudad: un puñado de torres rodeadas por miles de casas, la mayoría victorianas, es decir que hay más casas para mirar-fotografíar, además de las Painted Ladies.



         San Francisco es más que Alcatráz, que flota como un buque de tierra anclado en la bahía, que la calle Lombard y su zigzag florido, o que el Golden Gate que asoma en tantas fotografías como un imán al que recurrir, rojo, pintoresco y elegante, símbolo de que sí estuvimos allí. Llegué con una lista, que no redacté yo, de todo lo que hay que ver, a la que le añadí lo de la Generación Beat. La gente, como los sureños en general de USA, es amable y conversadora, algo así como los andaluces de Norteamérica, lo que hace que siempre me pase lo mismo: lamento chapurrear el inglés, y siempre me prometo a mí misma dejar de «tarzanizarlo» para la próxima oportunidad. Cosa que seguirá siendo un sueño, me temo. Lo de que es difícil de caminar por sus altas colinas, es mentira. Esas calles que desde lo alto aterrizan en la bahía, sólo están en un barrio: Nob Hill. Nob viene de snob, no hace falta decir quiénes viven allí. Casi todo el resto es llano. Y en esa llanura encontramos Chinatown, que nos recibe con su música, ejecutada por una orquesta de chinos, y que le da un aire fílmico al barrio, en congruencia con los farolitos y los techos de pagoda. Junto a ella, North Beach, el barrio italiano. No pude evitar comerme una porción de pizza en Trieste, bar que la Generación Beat usaba para reunirse o escribir sus poemas, y donde Francis Ford Coppola escribió El padrino. Y cómo no, allí encontré a un escritor, con su computadora, tal vez intentando recibir la inspiración que quedó flotando, como un fantasma, tras el paso de tantos talentos. Como estaba acompañada, no pude tomarme el tiempo para empuñar el bolígrafo e intentar lo que aquel escritor. Trieste ese día estuvo concurrido por gente del barrio, que se saludaba con alegría, y estimo que los únicos turistas éramos mi marido y yo. En North Beach también está la famosa librería City Lights, que editó, en épocas convulsas, a Allen Ginsberg y a Jack Kerouac, entre otros. Adentro, y a pesar de la gran comunidad hispanoparlante de la zona, sólo encontré un libro en español: Apuntes filosóficos de Ernesto Che Guevara. Leí algunos cartelitos de la sección: ¿Quién es tu poeta favorito?, entre los que estaba uno que contestó «Your face» u otro que puso «Chuck Norris», lo que convirtió al panel en romántico-jocoso. En las escaleras, fotos de Dylan con Ginsberg hablan de una época que quedará por siempre impregnada en esas paredes, y un cartel que reza Via Ferlinghetti con una flecha, nos señala dónde está la sección de poesía, a la vez que nos recuerda a su co-fundador, poeta y editor de los grandes de su época de aquella ciudad. Tienen en la primera planta un sillón hamaca con un cartel pintado: poet´s chair, donde me senté unos minutos, esperando no sé qué clase de milagro. A escasos metros de este edificio está el Museo Beat. Entré sola y así estuve durante todo el recorrido. Fotografié, casi con fetichismo, todo aquello que me pareció interesante, y al llegar al final encontré la guinda de la tarta: el auto en el que Jack Kerouac recorrió USA, viaje que le inspiró On the Road. Confieso que fue el único momento de mi viaje en que me emocioné. Ni el tamaño de las sequoias, ni los parajes de Yosemite que vi luego, lograron lo que ese coche. Como nota simpática, un cartel lo acompaña: No disturb the dirt.



         Otra zona que es importante mencionar es Castro, barrio de Harvey Milk y de toda la comunidad gay. Por allí se puede ver a algún señor mayor, de largas barbas, caminado desnudo, con sólo un taparrabos negro ajustado a sus partes íntimas, dejándonos por sentado que él tiene más calor que nosotros, y que aún vale la pena pavonear su prominente barriga. Las banderas enarbolan el barrio para que no quede duda de su condición. En la Bahía está Fisherman´s Wharf, su embarcadero, su pier 39 donde chillan los territoriales leones marinos, sus múltiples gaviotas, y su zona de negocios-restaurantes, que me recordó a Disneyworld. Muy cerca del Golden Gate Park está Haight Ashbury, el barrio hippie que, lamentablemente, no pudimos caminar por falta de aparcamiento, uno de los verdaderos problemas de la ciudad. Pagar uno para quedarse paseando por la mañana y por la tarde cuesta 36 USD. Ya sé que esto es un dato turístico, no literario, pero me gusta asustar a la gente. Nosotros nos escapamos del bullicio y de los turistas enfrentándonos al Pacífico, que se deja ver tras atravesar todo el larguísimo Golden Gate Park, más un bosque que un parque. La playa, ventosa y abierta, nos trasladó a Tarifa, inevitablemente.


         Si me preguntan qué me llevé de esta ciudad, diré que es bonita y amigable, por la cantidad de nombres en español, por su gente, por sus barrios residenciales. Algunos dicen que es la flor de EEUU, yo no puedo afirmarlo, aún. Me ha contado una historia de gente creativa, divertida, respetuosa, sociable. Me ha susurrado al oído vientos de libertad y alegría. Ha sido para mí un descanso a pesar de su energía, de su bullicio. Y tras analizar todo esto, qué más puedo pedirle a una ciudad.

Andrea Vinci

Punto y Seguido


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