jueves, 18 de diciembre de 2014

PRIMERAS IMPRESIONES DE PANAMÁ

PRIMEROS DÍAS 

El miércoles 3/12/14 llegamos a Panamá. Las dos primeras noches paramos en el Hotel Sheraton. Ahora estamos instalamos en un departamento del edificio Pacific Sky, donde pasaremos un tiempo indeterminado. Mi marido llegó descompuesto, por eso lo primero que miramos fueron las camas. No las del Sheraton, claro. El olor a humedad y a transpiración humana impregnado en sábanas, colchones y almohadas, junto con un pelo que saltó a la vista, nos tira para atrás, y el aroma se queda instalado en mi nariz como un mal sueño. Yo quería ponerme el short y las chanclas, pero tuve que dejarlo para después. Primero estaban las compras de rigor y poner a trabajar la lavadora y la secadora. Le tocó el turno hasta a las almohadas. Comprobamos que jamás habían dado vuelta el colchón; el peso de dos metros por dos metros recae en Miguel. Tras darlo vuelta huele a madera y de este lado una franja amarillenta lo atraviesa, producto de las dos camas separadas que lo sostienen.


Todo tiene, hasta ahora, un dejo de irrealidad. La primera impresión fue nocturna, de oscuridad y espacio abierto, de edificios que en nada se parecen a un barrio. Adentro del hotel las chicas se pasean en vestiditos de tirantas y minifaldas, en tacones altos y peinados de peluquería. Yo compruebo que mi pelo, que en México estaba casi lacio, se eriza y crece como un pastel. La ropa que llevo puesta es la que «me entra», más acorde a la temperatura del DF que a esta. Afuera el calor y la humedad del trópico. Adentro todo luce casi como una película. Por la mañana compruebo que se ve el mar desde la ventana de nuestra habitación, gris como el cielo. Me pregunto cómo se verá con sol, si la desembocadura del río-canal convertirá a este mar en un marrón platense. Dicen que los panameños llaman a la temporada seca «verano». Se supone que comienza en enero. Las piscinas de hoteles y edificios aún están vacías de gente, pero llenas de agua. Yo me siento como en una isla. Salimos a caminar por los alrededores del hotel. Enfrente, el Centro de Convenciones; un tal Adal Ramones es el culpable de una fila interminable alrededor de toda esa manzana. Junto al hotel, un Casino. Dos cuadras más allá, una lavandería. A la vuelta, una parada de autobús. A esa hora ya no hay atascos. Desde el mar llega un aire un poco menos denso. Decidimos sentarnos junto a un gran globo terráqueo a respirar aire puro. En la esquina flamea la bandera, casi en la oscuridad. Durante el día le saqué alguna foto, rodeada de pájaros.


 Miguel y yo llegamos con resfriado. Seguimos estornudando. El mundo se mueve en coche. Todos paran en la puerta. Los valet parking se apoderan del volante. La gente entra, desconocen el calor, es casi una negación. Los edificios de Punta Pacífica y San Francisco centellean desde mi actual ventana en el edificio Pacific Sky. El «Tornillo», como llaman a su edificio emblema, sobresale entre todos. Observo mi nuevo horizonte. Hacia la derecha veo el mar y una avenida que trae luces rojas. Mientras miro a la altura de mis ojos, desde esta 15º planta, todo parece un escenario perfecto. Cuando la vista ya está llena de edificios, miro hacia abajo. A mis pies, a la derecha, las topadoras escavan la tierra junto a un charco que pronto se convierte en laguna. A mi izquierda, como un viejo barrio chino, una manzana irregular de casitas de colores con techos de chapa, se resiste al desalojo.  



PERDIDOS

Sábado 6/12/2014: suena el timbre antes de lo previsto. Miguel se desespera, me hace salir corriendo, casi sin peinarme. Edith, la agente inmobiliaria, nos invita a visitar un par de departamentos. Estamos sin desayunar, aclaro. Yo no funciono sin café. Migue está sin teléfono. Le trajeron un chip, pero no funciona, dice. ¿Vamos en su coche, Sr. Miguel? Sí, contesta él, que sólo lo había metido en el garaje la noche anterior cuando un compañero se lo dejó en la puerta. La obligo a elegir cafetería antes de salir. Me pregunté por qué no nos llevaba ella que conoce el camino. Sencillo, porque anda en taxi. Subir al coche fue una estupidez. Los departamentos a visitar estaban a una cuadra… Uno era enorme y muy descuidado. El otro muy pequeño, agobiante. Le aclaro que soy yo la que debe pasar tiempo en el lugar, y que tiene que estar cerca de un supermercado. Edith es altísima, usa ropa elegante, o por lo menos así le sienta. Cuando camino junto a ella soy un enano de jardín. Me choca el trato: señora, señor. Cuando lo dice me acuerdo de mi madre: El señor está en el cielo.


         Tras la visita nos vamos al Sheraton, Edith tiene que hablar con el jefe de Miguel. El regreso no debía ser directo. Íbamos a recorrer la zona, pero no tenemos plano, ni GPS, ni recordamos nuestra calle o nuestro edificio, sólo su nombre. Y estamos incomunicados. Después de dar cientos de vueltas y no encontrar cómo llegar al edificio donde vivimos, con Miguel insultando al tráfico, le sugiero que entre en un Centro Comercial que sabemos está muy cerca de la que, provisionalmente, es nuestra casa. Primero busquemos a Movistar, le digo. Corrimos por los pasillos. Arriba, abajo. El muchacho del stand nos mira con mala cara. Ya cierro, nos espetó sin levantar los ojos. Miguel abre el teléfono y se lo muestra. El chico lo arregla sin dar explicaciones. Por fin podemos hablar, pero mi idea es otra: que nos guie un taxista. Y fue la mejor. Eran apenas unas cuadras, pero cómo dar con la calle. La ciudad está cruzada por autovías, la costa es irregular, las referencias se desdibujan, la noche cae rápido, a las 6 PM. Llegamos a la hora de la cena, y el domingo todo fueron caminatas de orientación y visita al mismo Centro Comercial que nos había salvado. Es importante saber cómo entrar y cómo salir de esta ciudad que en principio se muestra poco amigable, tanto para el conductor como para el peatón. 



DÍA DE LA INMACULADA, DÍA DE LA MADRE

Aquí es día de fiesta, no se trabaja. Miguel propone recorrer la autopista e ir hasta la planta donde están sus nuevas oficinas, para hacer un reconocimiento. Luego enfilamos hacia una zona turística: el Casco Antiguo. El estacionamiento, frente al mar, es gratuito. La zona es irregular. Mezcla de edificios rehabilitados con “conventillos” de escaleras desvencijadas y olor a viejo. Frente a la Plaza Francia encuentro el Centro Cultural de España llamado «La Casa del Soldado», que días atrás albergó al Festival Ñ. Lamenté mi falta y me pregunté cómo sería andar sola por estas calles, por la noche, buscando taxi. Estimo que si hubiera llegado sólo una semana antes mi falta no sería tal, pero sólo estimo. Cuando levanto la vista y veo la ropa tendida en los balcones, me acuerdo de Inma y saco fotos. Pronto comienza a chispear. En una pequeñísima plaza, frente a una iglesia que sólo conserva su frente en pie, nos refugiamos de la lluvia bajo las sombrillas de un restaurante. Cuando amaina un poco, nos acercamos a otra plaza y buscamos asiento en una mesa, bajo otra sombrilla. Pronto vuelve a llover. Almorzamos rodeados de una cortina de agua. La comida va acompañada de patacones, plátanos verdes aplanados y fritos. Lo que pedimos nos asombra. Lo imaginamos diferente. Con la barriga llena emprendemos el regreso. Cuando llegamos al coche, la rueda derecha trasera está pinchada. Parece otra mueca más de nuestra suerte.



 POR AHORA, PACIFIC SKY

Desde este edificio salgo a ver otros, a buscar nuestro próximo hogar. Algunos muy cerca. Sobre la ciudad sobrevuelan grandes pájaros negros. Esperábamos gaviotas, pero aquí hay buitres. También hay mirlos de un tono negro azulado que atiborran los árboles, y al atardecer ensordecen ciertas calles, aunque de un sonido más agradable que las cotorras argentinas. Encuentro el cuenco donde dejo los saquitos de azúcar lleno de hormiguitas enanas. Hormiguitas que han trepado al piso 15, y que me producen un escozor hipocondríaco. Miguel dice que la oficina está llena de ellas. No me extraña, está al borde de la selva. El aire acondicionado cumple dos funciones: enfría y seca el ambiente. Todos los departamentos que visito tienen área social, con su piscina, la mayoría insignificante, y su gimnasio. Yo quiero esto y vista al mar. Si se trata de pedir, pido. Pero nada me convence del todo. Finalmente busco en internet, me canso de Edith, de su letanía: El señor dijo, El señor quiere, ¿Cómo amaneció la señora?... Busco en el periódico. Las frases ordenan las palabras al revés. Muchas arrastran el verbo al final. Compruebo que utilizan sinónimos, y que el vocabulario está impregnado de lo limítrofe: chévere y vaina son palabras que escucho a cada paso. También vocabulario norteamericano, de cuando el canal era colonia. Este país tiene 3.800.000 habitantes, la mitad está en esta ciudad. Igual cantidad de hombres y mujeres, y muchos descendientes de los esclavos negros, que entre etnia pura, mulatos y zambos suman un 41% de la población.

         La gente contonea sus curvas enfundadas en jeans que yo encuentro calurosísimos. Caminar por las calles en shorts es mostrar a destajo nuestra calidad de turistas, y eso no es bueno. Ni el mar ni el calor otorgan libertad. La formalidad inunda las calles de tacones altos y de vestidos paseanderos. Aquí no hay playa, no se confunda. Las playas están fuera de la ciudad, o del lado del Caribe. Me da igual, me calzo mi short y voy al supermercado. El 99% de los productos tiene inscripciones en inglés. Me aterrorizo frente a los tomates. Un tomate: 1 dólar. Algunas frutas, como las ciruelas, se venden por pieza, no por kilo. Alguien nos cuenta que hay un Mercado de Abasto, que allí todo sale tres veces menos. Será nuestro paseo tempranero de los sábados, no lo dudo.


         Es difícil encontrar el nombre de las calles. Los edificios no tienen número, sólo nombre. Llega bien la correspondencia, me dice el custodio del Pacific Sky. Algunas cosas nos orientan. La calle 50 y su «Tornillo», la Cinta Costera sobre la Avenida Balboa, el Corredor Sur, el Hospital, el Multiplaza, el Multicentro. La ciudad bordea al mar, lo abraza. Crece a lo alto, y poco a lo ancho. Tiene unas cuantas cosas para conocer, no sólo el Canal. Más de lo que esperaba.
         Como dije antes, el mundo se mueve en coche. Encontrar gente caminando por las calles es rarísimo, por eso llamamos la atención. Las calles tienen muchísimos baches. Las aceras son mínimas. La sensación de barrio es inexistente. La vida gira alrededor de los Centros Comerciales. El sol pega como un diablo y si dejas un huequito sin protector, tendrás zona de fuego. Está comenzando el verano.


Andrea Vinci
Punto y Seguido


2 comentarios:

  1. que peresa con usted,todo lo haya mal o a medias. turista como usted no queremos,mejor quédese en su país. o valle aun país de primer mundo.

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  2. que peresa con usted,todo lo haya mal o a medias. turista como usted no queremos,mejor quédese en su país. o valle aun país de primer mundo.

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